Las formas sí cuentan

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De manera reiterada se ha dicho —y el Presidente lo ha repetido incansablemente— que una de las banderas en el gobierno de la Cuarta Transformación es el combate frontal a la corrupción y a la impunidad. Pero sus palabras se han quedado en simple retórica, ajenas a ser traducidas y reflejadas concretamente en los hechos.

El desplante de Emilio Lozoya Austin, ex titular de Pemex en el sexenio de Enrique Peña Nieto, de atreverse a salir y exponerse públicamente en un restaurante el fin de semana pasado es solo una muestra más de la impunidad y de la corrupción que impera dentro del sistema actual de gobierno en este sexenio y los anteriores. No importa si Lozoya Austin podía o no darse el lujo de salir en su calidad de arresto domiciliario. Aquí las formas son las que cuentan.

Nuestro país no está en un momento para separar las formas del fondo. La corrupción y la impunidad no pueden ser vistas solamente desde un punto técnico y jurídico. De por medio está también la observancia de la moral de nuestros gobernantes y ex funcionarios, requisito que adquiere prioridad en cualquier circunstancia de polémica y acto delictivo.

El régimen de Andrés Manuel López Obrador está llegando a mitad del sexenio en unos días más. Su bandera de combate a la corrupción e impunidad sigue a media asta y ondea tibiamente.

En la batalla para vencer estos males seguimos apareciendo pésimamente en las tablas de organismos internacionales que evalúan estas variables. Esta semana, el World Justice Project nos ubico en la posición 135 de 139 entre los países más corruptos del mundo.

Orgullosamente tenemos de vecinos a naciones como Uganda y Camboya. En tan solo un par de años nos fuimos al final de la tabla: México pasó de ocupar el lugar 117 en el 2019 de 139 naciones analizadas al 135 en el 2021. En América Latina y el Caribe, fuimos el peor de 32 países clasificados.

¿Por qué pasan los años y se complica más el problema de la corrupción en México? ¿Que acaso el nuevo gobierno realmente no le iba a poner un alto?

El problema es que cada día que pasa la corrupción se extiende y se consolida en nuestro país. Ya la contemplamos como parte de la vida diaria y del desarrollo normal de organizaciones e instituciones. Se genera así una especie de “tolerancia social” hacia una cultura de la ilegalidad generalizada que crece desmedidamente aún y cuando columnistas y diversos periodistas la exponemos casi a diario.

Y poco lograremos para recuperar una mejor posición mientras el Gobierno en lugar de combatirla ferozmente se limite a tratarla en el terreno de los tecnicismos y se alinee simplemente a los procedimientos de oficio.

En el fondo puede existir en el gobierno de López Obrador y de las instituciones judiciales una buena intención y una meta ideal no solo de reducir la corrupción, sino de realmente erradicarla. De ahí que nuestro Presidente debe entender de una vez por todas que en el combate a este cáncer social la forma sí importa. Y mucho.

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